El sueño de la Diablesa (Venezuela)
Celestino Peraza
Se llamaba Magdalena, como la enamorada del Gólgota, y como ésta pasó del pecado al arrepentimiento. Pero no hasta el punto de la rubia galilea, porque la nuestra contrajo al fin matrimonio con Pedro Juan García, individuo que, muy al contrario de Jesucristo, había estropeado en los bailes muchas mejillas antes que le tocasen las suyas.
Después de su matrimonio, se fueron a vivir al vecindario de Tupuquén.
Tupuquén era uno de los veintiocho pueblos fundados por los padres catalanes, hoy casi todos en escombros. Y éste apenas sería conocido si no hubiese sucedido que, frente a él, en el río Yuruari que lo roza por la derecha, fue dónde se descubrió por primera vez el oro de nuestra hermosa Guayana.
Hay también otra razón por la cual Tupuquén goza de cierta celebridad en la región aurífera. Además de ser el abanderado de los descubrimientos mineros, brota en sus sabanas un pasto magnífico, especie de heno hecho venir de Egipto por "El Moro", inglés escéptico, descendiente directo de Lord Hamilton, quien se instaló, se casó y murió en Tupuquén, sin querer volver a Londres, donde su familia colmada de riquezas le llamaba con insistencia.
Con todo, y no obstante estar cerca de las explotaciones mineras, Tupuquén ha seguido arruinándose y para la época a que nos referimos, apenas quedaban cuatro o cinco casas de construcción antigua. En una de estas, precisamente en la que habitó "El Moro", de dos piezas solamente, con corredores circulares de altos pretiles, vivía la Diablesa con su marido y dos retoños de su reciente matrimonio.
Allá, en su juventud, Pedro Juan había sido de los afortunados en la mina. Había sacado oro en abundancia, pero el maldito juego de azar le había llevado todos los hermosos granos extraídos de la greda. De los restos de su pasada fortuna, sólo había salvado la suma en que compró doce vacas que sustentaban ahora a su mujer y sus hijos.
La Diablesa, que oía referir con frecuencia a su marido los dones con que la suerte le sonreía en otro tiempo, vivía siempre pensando en que aquello se repetiría algún día.
Una noche, la Diablesa se acostó pensando siempre en su idea favorita; y apenas se quedó dormida, cuando comenzó a soñar la cosa más penosa y a la vez la más agradable del mundo. Soñó que en el marco de la puerta que daba al corredor, veía a un hombre alto, flaco, de patillas rubias, ojos azules y vestido con un uniforme semejante al de coronel del ejército inglés, como ella lo había visto despierta en los cuadros pegados en la pared de la salita.
Aquella visión produjo en la Diablesa una pesadilla; quiso gritar, pero como sucede en tales casos, el grito no salía de la garganta, ahogado por el sueño. En este estado angustioso vio que el fantasma se llevó el índice a los labios en señal de imperioso silencio, y parándose en lo alto del marco, bajó la mano y señaló a sus pies, siempre mirando fijamente a la Diablesa.
Cuando ella bajó la vista, su pesadilla se transformó en alegría. Seis frascos, seis hermosos frascos bocones, de esos en los que los pulperos guardan sus conservas, estaban allí, en fila, abarcando todo el ancho de la puerta, repletos de oro en granos e iluminando el lugar con brillo deslumbrador.
Largo tiempo estuvo la Diablesa contemplándolos con su natural codicia, y cuando levantó la vista aparente del sueño, el fantasma había desaparecido.
La soñolienta despertó emocionada y ya no le fue posible conciliar de nuevo el sueño; pero no dijo una palabra a Pedro Juan que roncaba en su chinchorro.
Esperó con impaciencia el amanecer, y al llegar el día, después que su marido ordeñó las vacas, despachó la leche para El Callao y salió a pastar sus animales a la sabana en su yegüita castaña. Entonces la Diablesa echó mano de una barra de hierro y se dirigió a la puerta.
Sería imposible describir su emoción cuando tuvo el marco de la puerta al alcance de la barra. ¿Y si aquello no era cierto? ¿No sería una burla de su imaginación, pensando siempre en el oro? Si todo resultaba puramente un sueño, ¿no se enfadaría Pedro Juan con la demolición de su pobre vivienda?
-¡Bah! ¡Adelante! -exclamó con resolución-. Yo misma arreglaré el marco si Pedro se disgusta.
Y de un solo barrazo partió la tabla que coronaba el marco. Luego comenzó a demoler la masa de tierra y piedras embutidas entre las varas que la sostenían.
Al quinto golpe, la Diablesa oyó el sonido como de un cristal que se había roto, y su corazón palpitó con una emoción profunda, indefinible. Tal era su alegría, que se sintió sin fuerzas para continuar.
Por fin, ya repuesta, dio otro barrazo en el mismo lugar del vidrio roto. La barra atravesó la pared en sentido oblicuo, asomando su filo por la parte del corredor, y cuando la sacó, un chorro de granos de oro salió por el hueco que dejó la barra.
La Diablesa no pudo resistir aquel golpe de alegría y cayó desmayada, en el mismo momento en que Pedro Juan llegó. Corrió a levantarla del suelo sin saber de lo que se trataba...
Pedro Juan continuó la obra de su mujer. Allí estaban los seis frascos hermosos, repletos de oro bruto, en pepitas de diversos tamaños.
¿Eran de El Moro o de los padres catalanes? Nadie lo sabe. Lo que sí se sabe es que Pedro Juan no perdió en el juego esta nueva caricia de la fortuna, sino que compró un hato y educó a sus hijas en el convento de Demerara.
Fuente: (Tomado de LEYENDAS DEL CARONÍ, Caracas, 1908)
VENEZUELA
Celestino Peraza
Se llamaba Magdalena, como la enamorada del Gólgota, y como ésta pasó del pecado al arrepentimiento. Pero no hasta el punto de la rubia galilea, porque la nuestra contrajo al fin matrimonio con Pedro Juan García, individuo que, muy al contrario de Jesucristo, había estropeado en los bailes muchas mejillas antes que le tocasen las suyas.
Después de su matrimonio, se fueron a vivir al vecindario de Tupuquén.
Tupuquén era uno de los veintiocho pueblos fundados por los padres catalanes, hoy casi todos en escombros. Y éste apenas sería conocido si no hubiese sucedido que, frente a él, en el río Yuruari que lo roza por la derecha, fue dónde se descubrió por primera vez el oro de nuestra hermosa Guayana.
Hay también otra razón por la cual Tupuquén goza de cierta celebridad en la región aurífera. Además de ser el abanderado de los descubrimientos mineros, brota en sus sabanas un pasto magnífico, especie de heno hecho venir de Egipto por "El Moro", inglés escéptico, descendiente directo de Lord Hamilton, quien se instaló, se casó y murió en Tupuquén, sin querer volver a Londres, donde su familia colmada de riquezas le llamaba con insistencia.
Con todo, y no obstante estar cerca de las explotaciones mineras, Tupuquén ha seguido arruinándose y para la época a que nos referimos, apenas quedaban cuatro o cinco casas de construcción antigua. En una de estas, precisamente en la que habitó "El Moro", de dos piezas solamente, con corredores circulares de altos pretiles, vivía la Diablesa con su marido y dos retoños de su reciente matrimonio.
Allá, en su juventud, Pedro Juan había sido de los afortunados en la mina. Había sacado oro en abundancia, pero el maldito juego de azar le había llevado todos los hermosos granos extraídos de la greda. De los restos de su pasada fortuna, sólo había salvado la suma en que compró doce vacas que sustentaban ahora a su mujer y sus hijos.
La Diablesa, que oía referir con frecuencia a su marido los dones con que la suerte le sonreía en otro tiempo, vivía siempre pensando en que aquello se repetiría algún día.
Una noche, la Diablesa se acostó pensando siempre en su idea favorita; y apenas se quedó dormida, cuando comenzó a soñar la cosa más penosa y a la vez la más agradable del mundo. Soñó que en el marco de la puerta que daba al corredor, veía a un hombre alto, flaco, de patillas rubias, ojos azules y vestido con un uniforme semejante al de coronel del ejército inglés, como ella lo había visto despierta en los cuadros pegados en la pared de la salita.
Aquella visión produjo en la Diablesa una pesadilla; quiso gritar, pero como sucede en tales casos, el grito no salía de la garganta, ahogado por el sueño. En este estado angustioso vio que el fantasma se llevó el índice a los labios en señal de imperioso silencio, y parándose en lo alto del marco, bajó la mano y señaló a sus pies, siempre mirando fijamente a la Diablesa.
Cuando ella bajó la vista, su pesadilla se transformó en alegría. Seis frascos, seis hermosos frascos bocones, de esos en los que los pulperos guardan sus conservas, estaban allí, en fila, abarcando todo el ancho de la puerta, repletos de oro en granos e iluminando el lugar con brillo deslumbrador.
Largo tiempo estuvo la Diablesa contemplándolos con su natural codicia, y cuando levantó la vista aparente del sueño, el fantasma había desaparecido.
La soñolienta despertó emocionada y ya no le fue posible conciliar de nuevo el sueño; pero no dijo una palabra a Pedro Juan que roncaba en su chinchorro.
Esperó con impaciencia el amanecer, y al llegar el día, después que su marido ordeñó las vacas, despachó la leche para El Callao y salió a pastar sus animales a la sabana en su yegüita castaña. Entonces la Diablesa echó mano de una barra de hierro y se dirigió a la puerta.
Sería imposible describir su emoción cuando tuvo el marco de la puerta al alcance de la barra. ¿Y si aquello no era cierto? ¿No sería una burla de su imaginación, pensando siempre en el oro? Si todo resultaba puramente un sueño, ¿no se enfadaría Pedro Juan con la demolición de su pobre vivienda?
-¡Bah! ¡Adelante! -exclamó con resolución-. Yo misma arreglaré el marco si Pedro se disgusta.
Y de un solo barrazo partió la tabla que coronaba el marco. Luego comenzó a demoler la masa de tierra y piedras embutidas entre las varas que la sostenían.
Al quinto golpe, la Diablesa oyó el sonido como de un cristal que se había roto, y su corazón palpitó con una emoción profunda, indefinible. Tal era su alegría, que se sintió sin fuerzas para continuar.
Por fin, ya repuesta, dio otro barrazo en el mismo lugar del vidrio roto. La barra atravesó la pared en sentido oblicuo, asomando su filo por la parte del corredor, y cuando la sacó, un chorro de granos de oro salió por el hueco que dejó la barra.
La Diablesa no pudo resistir aquel golpe de alegría y cayó desmayada, en el mismo momento en que Pedro Juan llegó. Corrió a levantarla del suelo sin saber de lo que se trataba...
Pedro Juan continuó la obra de su mujer. Allí estaban los seis frascos hermosos, repletos de oro bruto, en pepitas de diversos tamaños.
¿Eran de El Moro o de los padres catalanes? Nadie lo sabe. Lo que sí se sabe es que Pedro Juan no perdió en el juego esta nueva caricia de la fortuna, sino que compró un hato y educó a sus hijas en el convento de Demerara.
Fuente: (Tomado de LEYENDAS DEL CARONÍ, Caracas, 1908)
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