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La Virgen que vino del mar (Venezuela)

La Virgen que vino del mar (Venezuela)
I
Corrían los años de 178... Por esa época vivía no lejos del ameno campo de Choroní, inmortalizado por los sonoros versos de Maitín, el célebre poeta, en las risueñas y siempre fecundas tierras de Chuao, una familia patriarcal, de esas cuyo tipo envidiable va desapareciendo a medida de nuestro progreso...

Llamábase el jefe de ella D. Juan del Corro y su esposa Doña Felipa de Ponte y Villena. Dios había bendecido su enlace, y hermosos, robustos y bien educados hijos encantaban el recinto doméstico...

Al amanecer de un hermoso día de verano, D. Juan entró en su sala después de haber presenciado la distribución de los trabajos del campo...

-Felipa -le dijo D. Juan con grave acento, haciendo sonar contra los botones de su casaca la cruz roja de Santiago- . Felipa, cuando Dios en su infinita bondad bendijo nuestra casa, mandándonos el último de nuestro hijos, tuve momentos dolorosos temiendo que hubiera llegado tu última hora...

-Si, Juan, momento aquel en que creí perder la vida al darla a nuestro pobre Francisco... pero, sí me acongoja el estado infeliz de nuestro Paquito, que ha tenido un año, no de vida, sino de sufrimientos superiores a su edad.

-Así es, Felipa. En vano nuestro amigo el maestro Santiago Ordóñez ha aspirado los recursos de su ciencia para salvar los días de ese niño que Dios nos deparó para consuelo de nuestra vejez; el infeliz se muere de una enfermedad de languidez, y diariamente lo veo consumirse como una lámpara que se apaga por falta de aceite.

-Pobre niño -murmuró Doña Felipa, asomando dos lágrimas a sus ojos todavía hermosos.

-Al ver primero tus sufrimientos y después los de nuestro hijo, yo me encerré en mi oratorio para rogar humildemente a Dios por nosotros. En aquel momento de abstracción religiosa yo ofrecía al cielo que si salvaba tus días haría colocar la imagen de Nuestra Señora de la Soledad en el templo de San Francisco de Caracas... El cielo oyó mi oración -continuó D. Juan, haciendo una profunda reverencia-y tú estás salva, aunque se muere nuestro hijo.

-Si tal promesa hiciste, Juan, es preciso cumplirla a cualquier costa, y tal vez la Santa Señora nos conserve por nuestra fe la vida de Francisco.

En ese momento entró a la sala un joven robusto, que tendría hasta catorce años de edad, con una fisionomía llena de candor y la inocencia de los primeros años.

-Fernando -le dijo D.Juan con tono severo- ¿por qué has dejado solo a nuestro padre capellán, siendo esta la hora del estudio?

-El mismo capellán es quien me manda, padre -respondió Fernando con tono sumiso. Todos los criados están en el campo y los que sirven la casa han ido a ayudar al desembarque. El padre me envió a decir a su merced que mi padrino, el señor D. Sancho de Paredes, capitán de armada, acaba de llegar a la playa

-¡D. Sancho! -exclamaron a una voz D. Juan y su esposa.

-Corre hijo, ve en persona a traernos a nuestro buen amigo, y pídele antes su bendición.

Salió el joven de prisa a cumplir la orden de su padre, y los dos ancianos se entregaron al regocijo por la llegada de D. Sancho, que miraban como una cosa providencial, pues el capitán debía de hacer viaje a España en el navío de Indias, siendo esta la coyuntura más propicia para su encargo.

Un momento después entró el capitán... Entraron en conversaciones los esposos con D. Sancho, a quien tenían como de la familia...

-Queremos, compadre -continuó D. Juan del Corro arreglando los vuelos de su camisa -, queremos que vaya Ud. a la Corte y disponga que el mejor escultor de las Españas haga la imagen de la Soledad, sin excusar gastos de ninguna especie, pues deseamos hacer al templo de San Francisco un presente regio, aunque nos vaya en ello toda nuestra fortuna.

-Y encargará Ud., Doña Felipa, los vestidos y los ornamentos más ricos de oro y plata para vestir dignamente la imagen de Nuestra Señora.
-Todo se hará a medida de sus deseos -respondió Don Sancho de Paredes, abrazando cordialmente a los dos esposos y despidiéndose para su largo viaje en medio de los votos y bendiciones de toda la familia.

II
Ocho meses después, con buen viento y mar bonanza, salía para Indias el navío San Fernando, despachado en el puerto de Vigo...
Felices fueron los primeros días de navegación, pero al entrar en el mar de las Antillas, empezó a sufrir la embarcación frecuentes huracanes que casi diariamente se levantaban en su inmensidad tempestuosa.

Un día amaneció el cielo de color de plomo, amontonándose en el horizonte algunas nubes eléctricas... Un fuerte frío empezó a azotar las cuerdas del buque y algunas gotas de lluvia caían a veces sobre la cubierta. Las olas se encrespaban, llevando la cabeza coronada de espuma y estrellándose con sordo rumor en los costados del buque.

Bien pronto, con el viento arreció la lluvia y el pesado navío era arrojado por la tempestad, lanzándolo desde la cúspide de las olas furiosas hasta los abismos más espantosos. D. Sancho hizo arrojar al agua toda carga... Sólo quedaba sobre cubierta la caja que contenía la imagen de la Soledad...

Por un instinto religioso, no había querido arrojarla a las olas sino en último caso; pero ya el buque iba haciendo tanta agua, que hubo de verse en la dura extremidad de lanzar al mar la santa escultura y salvarse con sus marinos en los botes a todo trapo.

Bien pronto el San Fernando hundió la proa en las ondas rabiosas, giró con rapidez sobre las aguas, y rompiendo la armazón de sus tablas con un ruido que parecía un quejido lastimoso, desapareció en un torbellino de espuma.
Los náufragos fueron arrojados por el viento a las playas de la isla de Trinidad.

III
Casi a la misma hora y en la misma sala de su heredad, D. Juan del Corro y su esposa Doña Felipa departían amigablemente, formando mil conjeturas sobre la próxima llegada del San Fernando, y la consagración de la imagen de la Soledad, a quien debían la salud de su hijo Francisco, el cual estaba jugando a los pies de su madre.

Entró en la sala su hijo Fernando y, con gozo infantil, refirió a sus padres cómo estando los criados desechando un desagüe al mar, habían dado con una gran caja cerrada que, por su peso, debería ser algún rico tesoro arrojado allí por las olas...

A la llegada de D. Juan y su esposa, sus servidores se apartaron con respeto, y a la orden de su señor, dos robustos negros empezaron a romper la caja misteriosa. Al quitar la cubierta descubrieron... la imagen de la Madre de Dios, pálida y macilenta, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos inundados de lágrimas.

Por un movimiento involuntario, todos cayeron de rodillas ante aquella aparición divina...

IV
Poco tiempo después, los hermanos de la Tercera Orden de San Francisco, rica y venturosa entonces, colocaban en la nave de la derecha la imagen de Nuestra Señora... Un gentío inmenso se amontonaba en las naves del templo, distinguiéndose entre todos a D. Juan y su esposa, vestidos de ricas galas...

Estando en estas pláticas, entró pálido y agitado Don Sancho de Paredes,y se arrodilló en silencio ante la Virgen, entregándose a una muda contemplación.

Los frailes y sus amigos respetaron su éxtasis religioso y sólo después que hubo concluido, recibió las felicitaciones y abrazos de todos por su vuelta...
Don Sancho, sin separar los ojos de la Virgen, exclamó con acento humilde:
-Hermanos, adoremos la voluntad de Dios.

Un año hace todavía que, sorprendido por una tempestad en el mar Caribe, arrojé a las aguas con la carga del navío una caja cuadrada que encerraba esa imagen, hecha ante mi vista y por mi dirección en Madrid. Con mis propias manos la entregué a las olas, pidiendo antes perdón a Dios, y ahora la veo con sus mismos vestidos...

Don Juan refirió entonces lo que ya sabemos, y todos, después de adorar con santo regocijo el divino milagro, salieron del templo para asegurar el hecho bajo su firma, ante los alcaldes ordinarios, para ejemplo y edificación de los venideros siglos.
Fuente: Juan Vicente Camacho. El Heraldo de Lima, Perú, 20-09-1854

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